Mi mano se despega de mí. Va a la canilla y la gira solo un poco a la derecha. El agua corre. Me agacho y abro las puertitas, no llego. Me pongo en cuclillas, tanteo sin ver lo que hay adentro del mueble. Un peine, no. Un jabón, no.
Lo toco. Ya está muy viejo, pero me conoce como nadie, calza perfectamente en mí como una bota número 38. El agua corre. Me incorporo cansada, el sueño me duele en todo el cuerpo.
Lo enjuago, con delicadeza. Que esté viejo no significa que lo tenga que tratar mal. Busco esa pasta que tiene los colores de la bandera de Italia o de México. El verde da frescura, el rojo te cuida las caries y el blanco te blanquea los dientes.
No les creo nada al hombre y a la mujer de la caja, esos para empezar ni son argentinos. Su sonrisa es de mentira, su pelo es de mentira, el amor que sienten entre ellos es de mentira. Me quieren hacer creer que voy a quedar así. Yo prefiero seguir siendo de verdad.
El viejo se mete en mi boca y comienza su lucha. El pobre lleva tanto tiempo haciendo el mismo trabajo. A veces me abuso y trabaja hasta cinco veces al día. Debe estar cansado. Graciela me dijo que lo jubilara después de los tres meses pero no le hice caso.
Sube, baja, se queda en un lugar por un rato. Ya sabe que no me gusta que esté mucho en la lengua, me da cosquillas. Él me respeta, conoce sus límites.
El viejo termina su trabajo y sale de mi boca, queda más despeinado que antes. Le lavo el pelo un poco para que no se acueste sucio y lo guardo ahí, donde mañana dormida lo voy a buscar de nuevo.
Abro la boca grande, muy grande y sonrío. El espejo me devuelve una sonrisa menos blanca, menos fresca y con más caries que la del paquete.
Pero mucho más real.