La luna no había salido aquella noche y todo el pueblo estaba en el baile. A pesar de que las mujeres habían ido a la peluquería y los hombres tenían los zapatos lustrados: la fiesta era bastante extraña.
El ponche verde azulino parecía una gelatina, nadie lo había probado. Todos hablaban en un tono bajo, seco o desapasionado. No había risas ni peleas, no había chicos corriendo ni borrachos ni perros. Sonaba una ranchera cuando la primer pareja irrumpió en la pista.
El baile era terrible: no parecían personas, se movían trabándose, rondeándose y hasta algunos llegaron a decir que se mordían. El pueblo los miraba en silencio, incómodos y ellos con los ojos inyectados de sangre no dejaban de bailar. Sus cuerpos parecían serpientes luchando por un huevo. Ella era altísima casi deforme, el tenía la cara desencajada y obscena. Se pisaban en el centro de la pista, se montaban, rasgaban sus ropas y daban vueltas.
La ranchera terminó de golpe y con ella el baile terrible. La gente decidió hacer como si nada hubiese sucedido y en la siguiente pieza se danzó muchísimo. Las mujeres y los hombres del pueblo se abrazan para una canción lenta y muy pronto hubo chicos corriendo, borrachos en la barra y algunos ladridos de los perros que querían entrar a esa estupenda fiesta.